El gran frío

von: Rosa Ribas, Sabine Hofmann

Ediciones Siruela, 2014

ISBN: 9788416120888 , 312 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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El gran frío


 

1


¿Y si el jefe se había equivocado?

Se bajó del tranvía en la Plaza de España con la certeza de que, por primera vez en los tres años que llevaba trabajando para él, el señor Rubio se equivocaba. Echó un primer vistazo a los urinarios públicos en la esquina de la calle Cruz Cubierta, hacia los que se dirigía un hombre quitándose ya los guantes.

Un error. Era un error enviarla a ella al lugar de los hechos. Ninguno de los implicados le contaría nada. No solo porque fuera mujer; tampoco nadie estaría muy dispuesto a hablar del asunto con un hombre, ni las trabajadoras de la fábrica de bombillas ni los tipos con los que la detenida les organizaba encuentros.

En los asuntos con muertos de por medio era más fácil. La muerte hace locuaz a la gente, sobre todo a los que no llega a golpear de cerca, sino solo roza desde el parentesco lejano, la vecindad o la casualidad. Como el hambre voraz después de los entierros, la presencia de un muerto provocaba ansiosas verborreas, aunque la persona con quien hablara no hubiera visto más que la punta del zapato del cadáver.

Pero en un caso como el de la lotera alcahueta todos preferirían no saber nada. ¿Acaso creía su jefe que a ella se le sincerarían las chicas de la fábrica que ganaban un dinero extra con las citas amorosas que les concertaba la enana? ¿Cómo se imaginaba que se dirigiría a ellas?

–Hola. ¿Tú eres una de las que…? Ya me entiendes, ¿no?

Tampoco podía esperar que merodeara cerca de los urinarios públicos y abordara a los hombres, a los posibles clientes, cuando se aproximaran a la puerta con mal disimulada prisa, o peor, que encarara a los que salían con paso tranquilo, alguno todavía con los últimos movimientos de cerrarse la bragueta, y aprovechara esos segundos de alivio masculino para sorprenderlos con la pregunta:

–Disculpe, caballero, ¿no será usted cliente de Paulina Sánchez?

Lo más probable sería que el hombre saliera huyendo. Unos, incómodos al verse abordados justo en ese momento por una mujer joven que preguntaba por un nombre desconocido. Otros porque, si bien era conocida como «la lotera» o «la enana de los ciegos», sabían quién era Paulina Sánchez, sobre todo sus clientes, y la tomarían por una chivata de la policía.

A la mujer la habían detenido hacía tres días por una denuncia anónima de una de las trabajadoras de la fábrica de bombillas Z, en la cercana calle México. Se sentaba todas las mañanas con sus números de lotería de los ciegos, pegada a la pared de los urinarios públicos. La llamaban «la enana de los ciegos» porque medía poco más de un metro treinta. Tenía la espalda muy encorvada; el torso parecía casi del mismo tamaño que la enorme cabeza. Apenas le llegaban los pies al suelo desde el asiento de la silla de enea.

Ana la había reconocido en la foto policial que le había mostrado Rubio. La había visto muchas veces en ese lugar, con las tiras de cupones colgadas del pecho, siempre rodeada de hombres. Ahora sabía que no se trataba de compradores de números de lotería.

Paulina Sánchez llevaba tiempo ejerciendo de alcahueta y todo parecía funcionar bien: los hombres se dirigían a ella para que los pusiera en contacto con alguna mujer de la fábrica. La lotera tanteaba las preferencias de edad, complexión o color del pelo del mismo modo que los compradores de números de lotería los pedían acabados en ocho, o impares, o que no contuvieran cincos. Ella concertaba día y hora y les daba la dirección del meublé.

Un mecanismo que había funcionado sin contratiempos hasta que, por lo visto, alguna pieza había fallado y había dado al traste con el negocio. No podían haber sido las mujeres, a ninguna de ellas le interesaba que se hiciera público, y no acababa de creerse la versión oficial de que una de las trabajadoras nuevas en la fábrica la hubiera denunciado porque se sintió ofendida cuando la lotera le ofreció sus servicios.

Aunque no esperaba poder averiguar nada nuevo para su artículo, llevaba un rato yendo y viniendo desde la esquina en la que estaban los urinarios públicos hasta el bar La Pansa. De vez en cuando miraba su reloj de pulsera para fingir que estaba esperando a una cita que se retrasaba. Algo, no sabía qué, si era el instinto periodístico, la tozudez o la experiencia que había adquirido en cuatro años de profesión, le impedía marcharse a decirle al señor Rubio que en esa ocasión pisar la calle, «mancharse los pies de barro», no había servido para nada.

No se los había manchado, pero se le estaban quedando helados por el frío. Decían los periódicos que las temperaturas de ese invierno estaban siendo las más bajas que se registraban en años. Los más exagerados hablaban de «la nueva glaciación del 56». Tal vez fuera cierto. El viento húmedo y cortante de finales de enero ya había encontrado los resquicios por los que colarse en su abrigo. «Cinco minutos más y me marcho», se repitió varias veces mientras recorría la acera de un lado a otro con los brazos cruzados.

«Cinco minutos. Los últimos», se dijo una vez más. Entonces, mientras decidía si buscar una cafetería en las calles cercanas para tratar de entrar en calor delante de un café con leche o volver a su casa, distinguió a un vendedor de cupones que se acercaba por la calle Cruz Cubierta. Apoyaba la mano derecha en el hombro de una niña que le hacía de lazarillo, cuyas trenzas negras eran más gruesas que sus brazos. Caminaban a buen paso, la gente con la que se cruzaban se apartaba al verlos y la niña esquivaba con presteza todos los obstáculos en el camino, ya fueran personas, perros u objetos.

El ciego aparentaba unos cuarenta años. Si no era el padre de la niña, por lo menos tenían que ser parientes, sus brazos y piernas eran también en extremo delgados. Con el viento, los pantalones de pana raída se le pegaban a unas pantorrillas que parecían carecer de carne. La tez del hombre, curtida por la intemperie, era tan oscura que los globos oculares resaltaban como si estuvieran iluminados por dentro.

Pasaron al lado de Ana. El hombre llevaba las tiras de cupones prendidas con pinzas a la solapa del abrigo. La niña lo guio hasta la pared en la que daba el sol, el mismo lugar en el que se sentaba la enana, comprobó que llevara todos los botones abrochados y se despidió de él. El ciego le dio unos cachetes en las mejillas.

La niña se alejó. Antes de subirse a un tranvía en dirección al Paralelo, se volvió un par de veces como si quisiera cerciorarse de que había dejado al hombre en el lugar correcto.

Tal vez fuera porque habían ganado experiencia a fuerza de pisar calle, o tal vez porque los tenía helados, pero sus pies tomaron la iniciativa. La cabeza empezó a urdir el plan cuando ya casi había llegado delante del ciego.

–¡La suerte! ¡La suerte! –empezó a vociferar el vendedor de cupones al notar la proximidad de una persona.

–Suerte, la verdad, es que poca –respondió Ana.

–Esto se puede arreglar. –El ciego comenzó a recorrer con un dedo las tiras de los números–. Con esto se puede arreglar.

Ana sentía algunos reparos por aprovecharse de su ceguera y de que, por lo tanto, la tomara por una chica más de la fábrica. Se acercó un poco más y le dijo en voz baja:

–Es que necesitaría algo un poco más seguro. Algo para ganarme unas perrillas extras.

–¿Trabajas en la fábrica?

La pregunta lo delataba. Si no hubiera sabido a qué se refería, habría mostrado extrañeza.

–Sí.

–¿Casada o soltera?

–Casada –mintió Ana.

–O sea, estrenada. ¿Conocías a la enana?

–Sí. A veces me echaba una mano.

–¿Y sabes lo que le pasó?

–Sí, pero he pensado que tal vez usted también…

–Acércate un poquitín más, monina.

Dio un paso más, como si mirara los números que le colgaban del abrigo. Le llegó una mezcla de olores contrapuestos a detergente y a sudor agrio, pero no le dio tiempo a especular sobre si llevaba la ropa limpia porque la niña se la lavaba. Una mano huesuda y nerviosa empezó a recorrerle el cuerpo, bajó por el brazo, le buscó el pecho izquierdo, descendió por la cintura y se coló dentro de su abrigo buscando su entrepierna. Ana se apartó de un salto hacia atrás.

–¿Qué hace?

–No puedo ver el género como la enana. Tú, con ese cuerpo, te ganarás tus buenos duros, ¿no?

Sintió ganas de salir huyendo, pero se contuvo; ya que había pasado por esa situación humillante, algo tenía que sacar de ella. Se abrochó el botón del abrigo que el ciego había abierto con dedos ágiles y flacos como patas de insecto.

–Entonces, ¿me puede buscar algo?

El ciego se echó a reír.

–¿Yo? No, monina. Solo tenía ganas de tocar carnes más prietas que las de mi mujer.

–¡Es usted un cerdo!

–¿No me digas que pensabas que los cieguitos somos todos buenos por naturaleza?

La dejó por un momento sin habla.

–Pero no soy mala persona. Te voy a echar una manita.

Repitió en el aire el recorrido que había trazado por su cuerpo. Ella, por si acaso, dio un paso hacia atrás.

–Llégate hasta la Boquería. Allí vende cupones un lisiado que ayuda a algunas vendedoras a sacarse unos cuartos.

–¿Un lisiado?

–Sí. Lo reconocerás sin problemas. Le faltan las piernas y se mueve con un carrito...